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Qué te pasó Rafael

  • Lorenzo León
  • 18 mar 2016
  • 12 Min. de lectura

Crónica ficticia de un país que nunca existió

Qué te pasó Rafael es una pregunta y también podría considerársela como una afirmación, como un imperativo con signo de exclamación y todo. Yo no conozco tu vida fuera de la figuración de la presidencia. En esa institución que es del Estado y no una institución personal, siento que te va bien, que en alguna parte del camino se desataron los nudos personales como la sensación de abandono, de exclusión, de pobreza media que te acompañó seguramente durante tanto tiempo en la niñez (no te molestes es sólo una inferencia personal, susceptible de equivocación por supuesto). Esos nudos se desataron gracias a tu investidura presidencial que te puso en la primera magistratura. Nadie por encima de ti, nadie con la voz más alta, nadie con gesto de desprecio o de indiferencia, nadie por encima del Jefe. Eso mismo decía Rafael Leonidas Trujillo…pero eso es otra cosa. No importa Rafael. No te estoy comparando, sólo me acordé de lo que decías en una sabatina sobre los malos, los Otros, los no revolucionarios, los oligarcas, los banqueros, los mediocres y los inconsecuentes a excepción de los revolucionarios de tu Alianza. Pero veo las noticias y habla una revolucionaria con un collar de perlas como accesorio, los tacos altos, la buena vestimenta (como corresponde a una elegida por el pueblo) e increpa a otro elegido por el pueblo que de terno y corbata rebate el improperio y la sorna y enojado dice que él es un revolucionario desde hace 50 años, incluso antes que naciera la increpadora. Dos revolucionarios, Qué espectáculo discutiendo sobre su propia impronta revolucionaria. No digo que para ser revolucionario tenga uno que andar con bluyines, zapatillas, camisas discretas y las mujeres con accesorios hechos de semillas de la selva…con colores en lo posible, no del Yasuní, claro está. No eso la esencia de la revolución por supuesto, pero suenan raro estos revolucionarios que creen que el cambio se hace por las cosas que inventan y no por la actitud, modo de vida, valores, trayectoria de la vida, convencimiento absoluto de que lo revolucionario es una forma de mirar la vida.

Pero tú Rafael debes sentirte bien, a tus anchas, cuando miras a estas mujeres furibundas respondiendo a las críticas a tu gobierno, defendiendo tus ideas de justicia y valor; ellas, quisieran ser tú o como tú, pero no se atreven a manifestarlo por temor a que pienses que quieren suplantarte, así que consciente de tus iras posibles o sombras, optan por alabarte, por mover la cabeza en señal de asentimiento y con ello, sueñan que han sido y son revolucionarias y no hay acto más revolucionario en estos tiempos, que sentir que pueden y deben apoyar al Jefe. Bien por ellas. Con todo esto, tú has dejado muy atrás los tiempos malos, dejaste atrás tu barrio, tu niñez de niño de barrio guayaquileño, más lejos todavía están esas soledades mordidas en medio de las necesidades. Ciertamente, fuiste un niño bueno, de ojos mansos, pero atentos a los cambios. Tus manos pocas veces se ensuciaron porque sabías que tu destino no estaba en las calles, sino en el banco de la escuela; intuías que sólo si estudiabas lograrías superar las necesidades que te repugnaban o que te ponían triste o que te resentían. Y así fue, entendiste tempranamente que ser simpático y obediente te llevaría lejos, nunca salirse de la norma impuesta, siempre correcto, siempre con la palabra complaciente hacia los que tenían poder de decisión. Y así fuiste despacio ganado espacios, te hiciste consentido de todos aquellos que podían impulsarte, silencio y constancia. Avanzaste, la Iglesia fue un buen peldaño, al amparo de los curitas hiciste concesiones para conseguir lo que querías y así algunos te descubrieron, te calificaron como niño bueno, políticamente correcto y de esa manera pudiste continuar con tu carrera. Fuiste bien estudiante, no brillante como estaba en tu imaginario, pero suficiente como para salir del barrio. En ese tiempo guardaste celosamente tus rabias, postergaste tus reivindicaciones, nunca hiciste alarde de tus miedos y frustraciones y así seguiste. Pudiste irte a Europa, pudiste irte a Estados Unidos. Fuiste ungido como PhD y una universidad te abrió sus puertas para que pudieras ejercer como profesor universitario. Ese ya fue un logro importante. Fue el primer ejercicio de poder, te sentiste bien en el aula, tuviste en tus manos la vida académica de tus estudiantes y descubriste que te agradaba el que te encontraran buen profesor, que te saludaran con reverencia, aunque tú siempre fuiste condescendiente, una sonrisa para cada uno, sin distinción, aunque siempre supiste a quién debías crucificar y a quien concederle la salvación. Para ese tiempo ya te habías casado, no con una mujer del barrio, sino con un auténtico amor europeo y eso fue la mayor distinción, eso sí que te hizo diferente, confirmó que sí podías continuar en la carrera del reconocimiento y de la exclusividad. No dicha, pero sentida. No alcanzo a imaginar el estupor, el orgullo, la sensación de distinción de tu familia cuando anunciaste el casamiento, cómo corrieron los rumores en el barrio. En fin, todo un suceso que te apuntaló en lo más íntimo de tu alma.

Te acercaste a la política porque te diste cuenta que este país no llegaría a ninguna parte tal como iba, tuviste tiempo para agazaparte en las esquinas del poder, en lo íntimo sabías las equivocaciones, identificaste las debilidades, pero siempre fuiste correcto, nunca una palabra de más o de menos. Te rodeaste de algunos amigos que tenían como capital a su favor, la experiencia de haber participado en las luchas políticas, les mostraste tu mejor cara, la más amable, la más sonriente, la más tolerante, tus relatos se fueron adaptando a lo que escuchabas, sabías de la doctrina social de la iglesia, pero eso no bastaba, incluiste en tu discurso las rupturas con lo establecido, viste el poder de los poderosos de siempre y abominaste como el que más sobre sus privilegios, escuchaste hablar de revoluciones lejanas a tu barrio guayaquileño y en las cuales nunca habías tenido tiempo de pensar porque las malditas necesidades diarias no dejan espacio sino para la práctica diaria de la supervivencia. Así fue como te prometiste a ti mismo, recobrar el tiempo perdido, hablar más de la revolución, admirar a héroes ignotos como Bolívar, Martí, Allende, Mandela, Gandi. Nunca cometiste eso sí, la osadía de mezclar esa doctrina con la teología de la liberación porque sabías que te encontrarías a la vuelta de la esquina con el sablazo de Monseñor y eso ni por nada del mundo. Fuiste reconstruyendo el discurso, aunando esfuerzos, te acercaste a quienes podían ayudarte a salir de tu propio estigma de niño de barrio hasta que llegaste a ser ministro de estado que no es poca cosa. Fuiste radical en tus asertos, hasta despiadado con todo aquello que no fuera estar bien con el nuevo discurso y rostro que te habías forjado y en que otros creían. El ministerio te mostró la intríngulis cruda del ejercicio del poder, pero tú obviaste el lado oscuro. Te gustaron los desfiles, el honor de la bandera, el saludo perruno de los subalternos, los ojos agradecidos de los que pedían favores, alfombra roja de Carondelet y deseaste en secreto ser el elegido de un nuevo mundo. Para eso ya eras otro Rafael y maniobraste en silencio, con sigilo gatuno hasta que lograste encarnar el sueño de la redención de todo un país. Fuiste el candidato de la esperanza, del cambio, de la revolución. El elegido por millones que te aclamaron y se encantaron con tu sonrisa. Por fin Rafael ya eras alguien a quien la historia de la patria y del mundo reconocerían como un grande. Atrás las calles andrajosas del barrio, atrás las aguas negras de los esteros y el olor del suburbio. Ahora a construir los sueños idos de la niñez. Supiste tempranamente que el poder no se administra, sino que se ejerce para que nadie te fuera a confundir con una marioneta puesta en el escenario por terceros y cuyos hilos corrían el riesgo de perderse en lo que llamaste partidocracia. Por el contrario, asumiste la investidura del jefe omnipresente, severo, riguroso, pero condescendiente. Para que el reinado funcionara a la perfección, alejaste a los molestosos, a los cansones, a los que te susurraban al oído y mostraban igual fuerza que tú y a veces te sorprendían con su dominio de la historia, de la economía, de la política o con sus talentos. Hiciste una carta magna y después los expulsaste de tu círculo. Como tantas otras veces, un peldaño más se había logrado. No importa cuánto patalearan o protestaran, para eso ya tenías el cariño, la veneración, la obsecuencia de tus acólitos y eso se trasuntaba a esas masas de seguidores y seguidoras que cantan, bailan, se embeben de la patria nueva contigo como líder supremo. De ahí en adelante todo fue más fácil, vinieron las grandes obras, terminaste las carreteras, ensanchaste la nación, llevaste electricidad, agua, la modernidad de la revolución, te hiciste amigo del socialismo del S.XXI y te internacionalizaste, aunque siempre estuviste consciente que no eras del agrado de todos los internacionales y eso te obligó a radicalizar tu discurso, acercarte a la figura de Allende y de los grandes próceres del Siglo XX, por eso prometiste y cumpliste con hacer una sede para los países de la patria grande, aceptaste las tediosas horas en los hemiciclos de las naciones unidas y allí arremetiste de frente con el orden establecido, recuperaste tus vivencias de la pobreza, de la exclusión, del abandono y te pusiste como ejemplo de todo aquello que significa luchar contra el imperio, aunque tú mismo te sonreías cuando recordabas tu paso por una universidad precisamente del imperio. En nombre de la soberanía expulsaste a todas las instituciones de Baton Rouge y todo lo que oliera a imperialismo. Sentiste Rafael que en ti se encarnaron las ansias de los pueblos por su liberación y llevaste adelante -sin vacilar ni por un instante- una política férrea de control social, para eso astutamente te quedaste con la justicia y sus escribanos que renovaron sus gastados ternos y corbatas cenicientas para sentarse en el banquillo de los jueces, lograste que la salud, la educación, la vivienda, las telecomunicaciones, los medios de comunicación, el tribunal electoral y cuánta institución esté cerca o medianamente cercana al Estado, a tu estado, terminara en tus manos, bajo tu control, guiada por tu impronta. A las universidades las borraste de un plumazo, terminaste con el cáncer de la política y la mediocridad, arrasaste, eliminaste, amenazaste y por fin instalaste a tus cuatro universidades nacionales; no importa que no despeguen, eso se lo dejarás a la historia y a lo mejor antes que te mueras, aparecerá una placa de bronce que reconozca tu empeño. Feliz por ti.

Ayer, estabas solo en tu despacho de presidente, te acercaste a la ventana de palacio, la plaza grande estaba medio desolada, uno que otro transeúnte caminaba por entre las gotas de lluvia que persistían después del colosal aguacero de la mañana. Hiciste un alto porque te comenzó a invadir la nostalgia, viste los tiempos idos de cuando el petróleo alimentaba todos tus sueños, el dinero fluía y tú eras el rey del reparto, los amigos consecuentes primero, los obsecuentes después, pero todos juntos en el mismo movimiento político forman la base de tu halago. Gracias a ti, todos ellos se reinventaron a sí mismos y obtuvieron el diploma de revolucionarios y así, aunque ellos creen que tú no te das cuenta, medraron de la patria, fabricaron contratos,

falsearon rendiciones, levantaron casas a escondidas y te obligaron a salir con cada vez más insistencia, a frenar a la prensa que tempranamente bautizaste como corrupta y que tiene la mala costumbre de observar los errores de buena fe de tus acólitos y exponerlos en la plaza pública. Ahora, que miras por la ventana de palacio y sientes la soledad, te asaltan los fantasmas. Sabes que los aduladores serán los primeros en desembarcarse, otros, como a Cristo, te negarán a la sola mención de tu nombre. Todo el día te obligas a pensar de dónde sacar dinero para sostener tus anhelos y el de miles que dependen de ti; sabes de los mal agradecidos que antes se acercaban para pedir y que ahora regresan a sus viejas plataformas de influencia y política, politiquería, mediocres, despreciables. No importa, tú te bastas a ti mismo para seguir gobernado este país de estúpidos que reclaman por todo, que no saben reconocer la grandeza aunque la tengan sobre sus propias narices. Te sientes cansado, por un instante desearías regresar a tu barrio, regresar al tiempo de no tener que agradar a nadie, sólo mirar alrededor con tus ojos de niño bueno sin que nadie te pregunte nada. Se siente a tu secretario entrando al despacho, no pueden verte en este estado casi infantil. Te sacudes de los malos pensamientos y regresas a tu investidura de presidente de toda una nación. No hay tiempo para estos sollozos, ya todo está hecho y ahora hay que seguir hasta el final. Firmas unos documentos, pides conversar con la Presidenta de la Asamblea, que siempre tiene un buen comentario para contigo, te deleita escucharla cuando habla de la revolución, sobre todo cuando pronuncia compungida, todos y todas y remarca las como para que te des cuenta que ella sí cree en la igualdad de todos los seres del planeta. También te gusta dirigir personalmente el mejor de los espectáculos en el que tú eres el protagonista sin discusión. Los sábados sagradamente son tuyos y de tu pueblo, allí le revientas la bilis a tus opositores, los imitas, les pones apodos, los desnudas antes el pueblo que te ovaciona. Bailas, cantas, te permites recuerdos, fabricas parábolas para explicar por qué este país no tiene fondos de reserva, pero tiene carreteras, hospitales, hidroeléctricas, telefonía y tarjetas de crédito que pueden ser utilizadas por quienes pierdan sus empleos. Todo eso gracias a tu empeño, a tus incansables horas de recorrido por los caminos de la patria. Justo cuando la gloria te hacía un guiñó y la historia te comenzaba a abrir sus páginas de bronce, se derrumbó el petróleo y tú sentiste la primera espina clavada en el costado, sucedió lo que había sido la peor de tus pesadillas. Sin los ríos de dólares todo comenzó a tambalearse, los compañeros flaquearon y tu has tenido que imponer tu jefatura, toda una impronta de presidente para controlar una vez más la situación, y así comenzaste una vertiginosa carrera por dictar leyes, hacer modificaciones a la constitución que tú mismo habías impulsado y que debía durar 300 años, comenzaste a aplastar a los que se ríen de ti en las redes sociales, ese invento del demonio que te ridiculiza y que no sabes de dónde sale y al que no le puedes enviar la caballería y la motos de la policía, que no obedece ni reconoce tus esfuerzos, muy por el contrario, te culpa a ti de todos los males sin acordarse de los tiempos anteriores, aquellos que tú bautizaste como partidocracia, degradación y mediocridad. No se acuerdan que sacaban y ponían presidentes de palacio, que en el congreso discutían días enteros sin resolver nada mientras los tramitadores, los tinterillos, los ambulantes y toda la sarta de zarrapastrosos ocupaban el país, lo invadían, lo ensuciaban…Tú fuiste Rafael, el que lo pusiste a tono con los tiempos modernos, lo limpiaste y lo llevaste a las puertas del S.21; pero ahora, sin los dólares del petróleo, con los chinos presionado para que les paguen y paguen y paguen cada dólar prestado, y quieren más contratos, más proyectos, menos licitaciones, menos competencia. Sabes que dirán que vendiste el país, pero era el precio que debías pagar por enfrentar al imperialismo. Diste vuelta la cara al FMI, al Banco Mundial, a los organismos multilaterales, a la ONU, a la OMC. China cumplió su parte y los dólares de la mano del petróleo efectivamente llegaron, te coronaste el rey de la negociación, aunque intuías que si se caía el dólar, la sonrisa de los negociadores chinos se acabaría. Pero era improbable que eso sucediera te decías a ti mismo y así una y otra vez cruzaste los océanos para profundizar lo que presentabas al país como defensa de la soberanía y liberación del imperialismo. Pero ahora cobran, quieren su dinero de regreso y tú te vas quedando con un país de pobres, de desempleados, de mendicantes y más encima resucitan los fantasmas del pasado que creías habías aniquilado, vuelven las hordas de indios, de políticos fracasados, de movimientos sociales, de humanistas, de verdes, de selváticos y toda esa leva de gente que protesta sin reconocer nada y a los que tú Rafael, llamaste los sufridores, la prensa corrupta, los caretucos, los tirapiedras, los pelafustanes…Cómo te reías frente a tu pueblo cada sábado. Con las cosas así, decidiste una vez más cambiar la constitución, hacer un gesto, un guiño a la reelección indefinida, cediste a la tentación, pero debiste cambiar en el camino, retroceder sin que pareciera debilidad cuando tus más afectos te enseñaron los resultados de las encuestas. Genialmente, le dijiste a tus empleados de la asamblea que ni tú ni ellos, podrían ser reelectos. De esa forma, te pusiste a buen recaudo de las habladurías de esos que querían apuntarte con el dedo como alguien que quería ser presidente vitalicio. Ahora piensas que es injusta la vida, siendo tú joven, apuesto, inteligente, con fuerza, con experiencia en la intríngulis del poder, por qué debiste renunciar a una posible candidatura, por qué tienes que dejar el palacio, por qué te obligan a dejar de ser el líder, el motor, el impulsor, en definitiva qué injusto que no te permitan seguir siendo el Jefe Supremo.

Ay Rafael, tanto para tan poco, qué será de tus ministros, de las mujeres que te siguen, de los ministerios que fuiste creando y creando según tus ideas. Qué será de este país sin ti. No ves a un candidato ni siquiera de lejos que se parezca a ti. ¡Lástima, ellos se lo perderán! piensas ahora que has vuelto a estar solo en tu despacho. Recorres con ojos lánguidos estas murallas, estos tapices, estos muebles, estos patios que tantas veces has visto en estos casi 10 años de ejercicio continuo del poder. No es tu culpa sino de ellos, de todos los que quieren arrebatarte la gloria. No volverás al suburbio guayaquileño, pero tampoco entrarás por la puerta grande de la historia. Todo por nada.


Ilustración de Dasha Sánchez Maximova

 
 
 

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